miércoles, 23 de diciembre de 2015

¿Cómo habían llegado todos hasta ese punto?...


Según Einstein,  la estupidez humana es infinita, una medida bastante más que sobre estimada, podría decir cualquier letrado o entusiasta de la vida terrestre, sin embargo, Ron Weasley estaba comprobando de primera mano aquella afirmación.

La luz del sol entraba a vendavales por la ventana permitiendo que un terrible dolor de cabeza y unas náuseas lo aquejasen; así que como cualquier embarazada en apuros saltó literalmente de la cama entrando en la primera puerta que él supuso debía ser el baño.  Sin tener la más mínima idea de donde se encontraba levantó la tapa del sanitario y dejo que la poca fuerza vital que creía tener saliera en forma de un asqueroso vómito. Sentía como si el alma se le estuviese escapando del cuerpo, su estomago no paraba de mandar cantidades ridículas de líquido, dejándole la garganta en llamas y la cabeza a punto de estallar. Para cuando pudo calmar su ataque,  transpiraba y el dolor de cabeza iba más allá de lo creíble, así que casi arrastras y sintiendo por primera vez como la luz que entraba al baño le quemaba los ojos, llegó a la ducha donde dejó que el agua lo despejase de la que el creía había sido la peor borrachera de toda su vida.

Las gotas caían a cántaros en el pequeño recuadro cuando decidió que era tiempo de internarse en él, y fue la que creyó lo mejor que pudo hacer, pues su mente logró al menos despejar  la neblina dolorosa que lo aquejaba, la cosa era, que también había despejado su capacidad de pensar como un ser humano y darse cuenta de tres cosas básicas.

La primera, no sabía dónde estaba.

La segunda, no tenía idea de quién era la persona, (si es que era una persona), que dormía en la cama.

Y la tercera, no recordaba absolutamente nada de la noche anterior y tampoco donde estaba su ropa.

Lo único que creía tener claro era la noche de entretenimiento sexual que había tenido.

Luego de unos cuantos minutos en la ducha decidió dejar de pensar hasta salir de ella.

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—Llegare tarde... Llegare tarde... Llegare muy tarde. —Repetía Hermione compulsivamente mientras intentaba encontrar las llaves de su apartamento.

—¿Qué te pasa mujer? —Cormac quien había salido de la habitación con el cabello revuelto y con muchísima cara de somnolencia, estaba parado en mitad del pasillo que dirigía a las habitaciones, mirando como la chica, desordenaba todo.

—Cormac... No molestes sí, tengo clases en quince minutos  y no encuentro mis llaves. —El rubio rodó los ojos y señaló hacia la habitación.

—Están en tu mesa de noche.

—No puede ser, siempre las dejo aquí... —Explicó la castaña mientras levantaba por tercera vez el mismo cojín.

—Pues anoche las dejé ahí después de que te trajera a casa.

Hermione hizo memoria de lo que había pasado la noche anterior y recordó aquel detalle.

—Tienes razón... —Caminó con paso apresurado hasta llegar a su mesilla, donde encontró el objeto que necesitaba; Luego retrocediendo sus pasos llego hasta la posición de Cormac, dejando un beso rápido antes de salir del pequeño apartamento con un tenue gracias.

Cormac quien se había quedado observándola desde el pasillo recordó, lo que había sucedido, para que aquella mañana todo fuese como siempre...


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Draco se había levantado aquella mañana por primera vez en varios días completamente sobrio, pero a su vez,  jodido en todo el sentido de la palabra. A su lado, en el sofá de la casa de Rolf descansaba la mujer más hermosa que había visto en su vida. En comparación con lo que se podría pensar, no habían  tenido sexo salvaje y descontrolado, como habría de esperarse de una chica como Astoria. Yendo en contra de la lógica, la chica le había expuesto durante tres horas, los pros y contras del gobierno monárquico que toda la vida habían tenido, y el mal uso del poder que hacia su padre. Sorprendentemente, la había escuchado y contestado como si aquello se tratase de un debate importantísimo, hasta que el sueño pudo más que la política y la chica se quedo dormida en sus brazos.

 Viéndola bien, a la luz de la mañana y con la cabeza más clara que nunca, supo, que su padre se enfadaría mucho con él, pero como en tantas otras ocasiones le daba lo mismo. Sin embargo, recordando la noche anterior y las palabras de su padre, sabía que su punto de inflexión estaba a la vuelta de la esquina.

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Y... ahí estaba Luna Lovegood.  Una de las mejores mañanas de su vida a manos de una vergüenza de proporciones épicas.

—Aun no me dices de donde conoces a mi productor... —Dijo Rolf colocándole azúcar a su tasa de café.

—Mi mejor amiga es su asistente desde hace unos días. —Contestó aun con las mejillas arreboladas.

Podría parecer extraño, pero ya llevaba una buena cantidad de horas hablando con el chico, y aun estaba allí intentando que la vergüenza no subyugase su necesidad de contestar, pero aun así era casi imposible.

—Quizás sea por eso que no la conozco...  —Se hizo un silencio que casi rayaba en lo incomodo entre ambos chicos, sin embargo Rolf se acomodó el esmoquin que aun llevaba puesto  y tomó una respiración—. Espero que no me lo tomes a mal, pero me ha gustado mucho escaparme de esa fiesta contigo anoche, y a decir verdad, me gustaría volver a charlar contigo... ¿Crees, que al irnos de aquí... Puedas... Ya sabes... Darme tu numero...? — La pregunta nerviosa del muchacho casi la hace sonreír, y la emoción casi provoca un derrame descomunal de café en su vestido, sin embargo,  con toda la tranquilidad posible asintió, llevándose la tasa a los labios, y rememorando por un momento como demonios había llegado a esa pequeña cafetería en el centro de Londres.


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Y esa era realmente la pregunta de las mil millones de libras.

¿Cómo habían llegado todos hasta ese punto?...


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